Ilustración y Diseño Grafico

(De la colección “Historias de Mamás Reales”)**

Había una vez una mamá llamada Mara.

Era una mamá normal: hacía café por la mañana, regañaba con cariño, reía con facilidad… hasta que un día, en medio de una temporada difícil, algo dentro de ella cambió.

La dificultad llegó silenciosa, como niebla espesa. Y con ella, Mara empezó a sentir cosas raras en su cuerpo: su respiración se volvía pequeña, pequeñita, como un pajarito asustado. Los aromas que antes la hacían feliz —pan tostado, jabón de coco, las flores del jardín— comenzaron a desaparecer de su nariz.

El mundo olía a nada.

Pero justo cuando perdió esos sentidos… otro se despertó.

Un día, mientras escuchaba a alguien hablar, descubrió que podía sentir si sus palabras eran verdaderas o si estaban llenas de tristeza escondida. No necesitaba oler ni respirar profundo… porque podía ver la verdad como lucecitas alrededor de las personas.

—Qué cosa tan rara —susurró Mara una tarde—. Perdí mis aromas… pero gané otras señales.

Era como si la dificultad le hubiera regalado una antenita invisible.

Una antenita sensible, incómoda a veces, pero muy poderosa.

Ahora, cuando alguien decía “estoy bien”, ella podía ver una sombra azul que en verdad decía “tengo miedo”.

Y cuando alguien decía “no pasa nada”, ella sentía un temblor que quería decir “necesito apoyo, pero no sé cómo pedirlo”.

Mara no buscó ese don… pero tampoco lo rechazó. Simplemente se volvió más observadora, más calladita, más profunda. Eso sí: se irritaba con facilidad cuando algo no era limpio, honesto o amable. La falsedad le picaba como zancudo.

Y como el mundo se le volvió tan ruidoso con emociones ajenas, empezó a refugiarse en lo pequeño.

Las plantas se convirtieron en su respiro.

El sonido del viento era su mejor compañero.

El movimiento de las hojas… su medicina favorita.

El color verde… su abrazo diario.

Cada vez que sentía que el pecho se le apretaba o que el mundo le pesaba demasiado, Mara salía al jardín. Las plantas, que son sabias pero no hablan, la recibían sin juicio.

—Aquí estás segura —parecían decirle.

Y ella sentía un alivio tibio, como si la naturaleza le respirara por ella.

Un día, mientras regaba sus macetas, entendió algo hermoso:

“Aunque perdí cosas… también gané otras que me ayudan a comprender mejor a los demás. No soy débil. Solo estoy afinada.”

Desde entonces, Mara empezó a caminar más lenta, a mirar más profundo, a querer más suave. A veces lloraba sin razón conocida; otras veces reía con ganas solo por ver un brote nuevo en una planta.

Y aunque no recuperó de inmediato el olfato ni la respiración amplia, ganó algo que pocas mamás en el mundo tienen:

un corazón capaz de escuchar la verdad que vive detrás de las palabras.