
La Chica que Perdió las Horas de Dormir
(De la colección “Cuentos para entender a mamá”)
Había una vez, en un pueblito donde los faroles se encendían solitos al caer la tarde, una chica llamada Lía. Lía tenía un corazón grande, tan grande, que a veces cargaba cosas que no le tocaban. Le gustaba arreglarlo todo, ayudar a todos… pero un día comenzó a sentir que el mundo le pesaba demasiado.
Las monedas del reino estaban escasas, las preocupaciones crecían como hierbas salvajes, y un bichito invisible llamado Temor a la Pobreza empezó a seguirla a todas partes. No mordía ni gritaba, pero susurraba. Y esos susurros eran como piedritas en los zapatos: no dan miedo… pero duelen muchísimo.
Una noche, Lía dejó de dormir.
Y otra noche también.
Y otra más.
Las estrellas la veían pasar caminando como un fantasmita amable, con los ojos abiertos pero sin brillo. Parecía una zombi bonita: respiraba, pero no vivía. Las criaturas del bosque lo notaron: el zorro la saludaba y ella no lo escuchaba; el viento le despeinaba el cabello y ella ni se inmutaba.
Su cuerpo empezó a apagarse, como una casita a la que le van fallando las luces del pasillo, de la cocina, del patio… hasta que un día, su corazón hizo un latido raro, como si se hubiese tropezado con una piedra.
—Ay, ay… —murmuró él—. Necesito que mi dueña vuelva a la vida.
Ese día, Lía cayó en medio del bosque, agotada.
Y ahí ocurrió la magia.
Una luz suave, tibia como abrazo, apareció entre los árboles. Era un muchacho llamado Elian, guardián de los sueños perdidos. Él había estado observando a Lía desde hacía tiempo, preocupado porque cada vez tenía menos colores.
—Te están robando las noches —le dijo con voz de nido.
—No… es que no puedo dormir —susurró Lía.
—Eso es lo que dice todo el que ha sido tocado por el Temor a la Pobreza. Es un ladrón silencioso. Pero tranquila, yo sé cómo espantarlo.
Elian extendió su mano. De su palma salieron pequeñas luciérnagas rosadas que se posaron sobre los hombros de Lía. Cada una parecía una sensación: descanso, calma, ternura, confianza.
—¿Y si lo intento y no funciona? —preguntó Lía con los ojos llenos de duda.
—Entonces lo intentas mañana. Y si mañana tampoco… pasado mañana. Yo me quedo contigo —respondió Elian, con una sonrisa que parecía hecha de amaneceres.
Las luciérnagas comenzaron a limpiar el cansancio acumulado, barrer la tristeza, iluminar los rincones donde Lía guardaba miedo. Su cuerpo, antes tan agotado, empezó a calentarse como si recordara que todavía sabía vivir.
Esa noche, después de muchísimo tiempo, Lía durmió.
Durmió profundo, sin bichos al oído.
Durmió tanto que el bosque entero se puso feliz: el río cantó, los árboles bailaron y hasta los búhos aplaudieron (aunque muy calladito, porque dormir era importante).
Cuando despertó, Elian seguía ahí.
—¿Y ahora qué hago? —preguntó ella.
—Vivir despacito —respondió él—. Y cada vez que el Temor a la Pobreza vuelva a saludarte desde lejos, tú te acuerdas de esto: no estás sola, no te falta luz, y dentro de ti hay más fuerza de la que sabes.
Lía sonrió.
Su corazón dio un latido firme, sin tropiezos.
Las luciérnagas la rodearon como si fueran un vestido nuevo.
Y juntas, Lía y su vida —esa que casi se le escapaba— volvieron a caminar despacio, sin prisa, con amor.
Porque aunque los miedos existen, también existen los guardianes, los amaneceres y los días en los que una vuelve a respirarse a sí misma.
Y así, la chica que casi se había apagado… volvió a encenderse.
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